Los conceptos de vida y muerte que se tenían en algunas religiones animistas, según los cuales quizás, la muerte no tenía la connotación de perpetuidad que tiene para nosotros, o según los cuales los espíritus rondaban luego de la muerte del cuerpo, situación esta que causaba temor, podría ser una explicación de por qué tantas tribus aborígenes recurrían a la toma de partes humanas como trofeos.
Muchas veces estos pueblos, al encontrarse con otros más fuertes, cuyas costumbres condenaban las suyas, se veían obligados a descontinuarlas o enfrentarse al poder “corrector” del nuevo visitante. Los maltratos excesivos de los pueblos dominantes a los dominados están precedidos de la convicción del conquistador, de que el conquistado no es humano, o es un ser humano inferior, o ha perdido su derecho a llamarse humano. Estas ideas llegan a tomarse como ciertas, por lo poco avanzado de la tecnología del pueblo subyugado, por no mostrar grandes logros intelectuales, por la comisión sistemática de un acto contra natura (según las concepciones del colonizador), que le degrada de su condición de humanidad, o por la ceguera que causa una tremenda ambición económica, y que justifica, a los ojos del injustificable invasor, el maltrato al que somete.
Este fue el caso de los aztecas. Llegados los depredadores españoles a Tenochtitlan, capital del imperio azteca, encontraron dos muy buenas razones que “justificaban” la conquista y conversión al cristianismo de los aztecas, a la buena o a la mala. Además de quedar prendados por la impresionante cantidad de oro y joyas que tenían los aztecas, tienen que haber quedado asqueados de encontrarse con una civilización, no inferior, que hacía guerras floridas, en las que se capturaban soldados enemigos para ofrecerlos al dios sol. En la cima de un templo, al que iba a ser sacrificado, estando vivo, se le abría el pecho y el corazón era extraído para ofrecerlo como ofrenda, para que el sol siguiera saliendo todos los días.
Ser sacrificado era motivo de orgullo, pero, igual que antes de matar un insecto que se cruza por nuestro camino sin hacernos ningún daño, nadie piensa en el propósito con que la naturaleza lo hizo feo o hediondo, los españoles no averiguaron ni les interesó comprender por qué los aztecas llevaban a cabo un acto que para ellos era un bárbaro salvajismo. Estos fueron cristianizados a la mala, y sus fortunas pasaron a engrosar el erario español.
La toma de trofeos por motivos religiosos casi siempre persigue el bien personal más que el de la comunidad: tomar para sí la fuerza y valentía que poseía el guerrero enemigo; evitar que el espíritu del enemigo les acose; conseguir beneficios con los dioses, a los que contentarían; y a veces beneficios muy vulgares, como en la edad media, cuando algunas personas conseguían robar muelas y dedos de personas ahorcadas, con el fin de que sirvieran de amuletos que permitieran al poseedor la facultad de entrar en la casa del difunto sin ser descubierto ni alertar a los habitantes de esta.
Entre los mayas los guerreros capturados eran convertidos en esclavos, pero si eran nobles eran destinados a sacrificios. Los cinturones de algunos gobernantes muestran cabecitas, lo que hace notar que también tenían la costumbre de conservar las cabezas como trofeos. Nos faltaría averiguar si estas cabezas serían de los nobles sacrificados, de los guerreros muertos en batalla o ambos.
Según se puede apreciar en la cerámica encontrada en el valle de nazca, estos eran dados a cortar cabezas, que podían ser reducidas o no. En el artículo titulado “Las cabezas cortadas en la cerámica Nazca” de María Concepción Blanco y Luis J. Ramos, se nos dice que esta actividad pasó a tener un carácter religioso al llegar el período incaico, es decir, para las culturas preincaicas las recompensas debían ser fama, respeto o hasta algún puesto privilegiado en la sociedad. También, por qué no, humillar al enemigo.
Cazadores y reductores de cabezas
Llamados tsantsas, unos ítems que todo el mundo reconoce instantáneamente como trofeos de guerra, son las cabezas humanas reducidas al tamaño de un puño, por los jíbaros, un grupo de aborígenes lingüísticamente aislados de la selva de amazonas, en los alrededores de la frontera entre Perú y Ecuador.
El terror que causaban los jíbaros venía desde antes de la llegada de los europeos al continente americano. Cuando a mediados del siglo XV Tupac Yupanqui se lanzó a la conquista de los jíbaros, los soldados incas iban con temor a enfrentar a guerreros, que, además de ser muy valientes, resultaban más amenazantes por la odiosa costumbre de empequeñecer la cabeza. La idea de la cabeza de uno mismo miniaturizada realmente aterra.
Yupanqui logró ganarles a los jíbaros, pero muchos se internaron en lo profundo de la selva, donde era imposible ir a capturarlos y conquistarlos.
Un aventurero estadounidense llamado F. W. Up. de Graff, que viajó Sudamérica en busca de fortuna, nos relata, al final de su libro “Cazadores de cabezas del Amazonas” nos relata de los jíbaros que eran traidores, siempre tramando cómo robarle a él y su grupo las armas de fuego que llevaban.
Aunque todavía es un misterio cómo los jíbaros empequeñecen las cabezas, el señor Up. De Graff nos da una descripción de lo que él vio, ya casi al final de su viaje, aunque, como él mismo nos dice, hubo pasos que no pudo ver porque los indios no se lo permitieron, el ritual era dirigido por hechiceros.
En resumen nos dice:
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“[Para pelar la cabeza] se abre una raya en el pelo, desde la coronilla hasta la base del cráneo, rompiendo la piel a lo largo de ella y tirando de aquella hacia ambos lados para sacarla del molde de huesos, como se saca una media del pie. Al llevar a los ojos, la nariz y la boca hace falta dar algunos cortes, después de lo cual la carne y los músculos salen con la piel, dejando el cráneo desnudo, a excepción de los ojos y la lengua.
Las incisiones hechas en cada bolsa de piel y carne, se cosen con una aguja de bambú y fibra de hoja de palmera […] dejando la abertura del cuello sin cerrar. Los labios los sujetan con tres palitos de bambú, cada uno de dos pulgadas y media de largo, que, atados con varias cuerdas de fibra de algodón, los mantenían fuertemente cerrados. […]
El objeto de sellarles la boca parece más bien estar relacionado con la parte metafísica que con la física, pues a lo que tiende realmente es a descomponer las líneas naturales del rostro que, de otra manera, se conservarían mucho mejor. Las rajas de los ojos, por el contrario, se apuntalan con unas estaquillas análogas de bambú, puestas en sentido vertical.
Las orzas utilizadas en aquellas ocasiones [estaban] hechas con el más exquisito cuidado por el curandero en persona. […] Para cada cabeza se destina uno de aquellos cacharros rojos de barro cocido y forma cónica […]
Los cacharros se llenaron de agua del río, y dentro fueron colocadas las cabezas, desprovistas de hueso [en una hoguera]. Al cabo de media hora el agua iba a empezar a hervir. […]Las cabezas hay que sacarlas antes de que el agua hierva para impedir el ablandamiento de la carne y el que se escalden las raíces del pelo, que produciría su caída. Una vez fuera se encuentra uno con que están reducidas a una tercera parte de su primitivo tamaño […]
[…] Se añadieron nuevos leños al fuego para calentar la arena de debajo pues [de aquel momento en adelante] la arena [jugaría] un importante papel en el proceso.”
Mientras la arena se calentaba, nos dice el autor, se llevaba a cabo un extraño ritual que no explicamos para no cansar la historia.
“Gran cantidad de arena caliente se hallaba ya entonces preparada. Se echaba dentro de [cada] cabeza por la abertura del cuello, y una vez llenas éstas se planchaban con piedras calientes, cogidas con agarradores de hojas de palma. Dicho procedimiento se repite durante cuarenta y ocho horas, hasta que la piel queda suave y dura y tan fuerte como el cuero curtido. La cabeza entera está reducida al tamaño de una naranja grande. […] Una vez perfeccionadas se cuelgan junto al humo de una hoguera para preservarlas contra los ataques de las nubes de insectos, que las destruirían. […] había algunos aguarunas que, como para burlarse de sus enemigos, descomponían los rostros de intento, aprovechando cuando aún estaban flexibles. Se complacían especialmente en dilatar la boca, de donde resulta esa expresión que se ve en muchos trofeos jíbaros.”
“Cazadores de cabezas del Amazonas” - F. W. Up. de Graff
Sexta Edición, 1961
Colección Austral No. 146
Págs. 214 - 218
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Luego de desollar las cabezas, antes de proceder a reducirlas, los ojos y la lengua, que quedan en el cráneo, son arrancados y tirados al río como ofrenda a las anacondas; luego, los cráneos son clavados en palos en la arena, y se hace un baile ritual alrededor de estos.
La participación en el rito de preparar las cabezas era un privilegio exclusivo de los que participaron en la batalla. Es de suponer que en las ollas en que se hervían las cabezas había además de agua, hierbas con tanino, que tienen propiedades astringentes.
La finalidad de llevar a cabo tal operación era, además de ganar la fama de guerrero valiente, mantener inhabilitado el espíritu del enemigo, o muisak, para que éste no volviera a vengarse del victimario del cuerpo que ocupaba.
Nos hace notar Up. De Graff, que es sorprendente el contraste entre el afán con que son cuidadas las cabezas reducidas antes de un baile ritual final, en el que, supongo yo, se terminaría de alejar el espíritu, y el desinterés que sus propietarios muestran por los trofeos una vez acabado el ritual mencionado. Nos asegura que hasta llegó a ver niños jugando con las cabezas a orillas del río, donde incluso llegaban a perderse.
El autor nos dice que, mientras él y su grupo bajaban un río en canoa junto a los indios, se produjo un altercado en el que fueron muertos varios aborígenes. Estos se lanzaron huyendo de las canoas, dejando abandonados los tsantsas que él capturó y llevó al mundo civilizado.
Se dice que hoy en día se siguen haciendo reducciones de cabezas, a pesar de la prohibición de esta actividad por las leyes de los países modernos que rigen las zonas donde viven los aborígenes.
Otra descripción de cómo se lleva a cabo la reducción de cabezas, nos la da Mazhuka, en su página web:
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“Lo primero es desollar la cabeza. Para eso, el guerrero jíbaro practica una incisión vertical encima de la nuca y luego separa el cuero cabelludo del cráneo. Enseguida hierve la piel para que el pelo no se desprenda. El preparador espera que se haya reducido a la mitad, la saca del agua y la pone a secar. Después raspa cuidadosamente la superficie interior de la dermis y, cose los párpados y la incisión inicial par que no quede ninguna abertura a excepción del cuello y la boca. Sin embargo, la cabeza es aún demasiado grande. El preparador introduce por el cuello unas piedras calientes para que la cabeza no se deforme a medida que la piel se contrae. Después se queman los vellos del rostro y se amarra el cuello antes de llenarla con arena caliente por la boca, último paso en la reducción de la cabeza. La arena, una vez fría, es vaciada, la piel teñida de negro y los labios cosidos. El tsantsa ya no es más grande que el puño. Toda la operación duró seis días”.
“Jíbaros: reductores de cabezas”
Mazhuka
http://mazhuka.dsland.org
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